RP 490: Navidad, consumismo y precariedad
-Espero que el estrés navideño no te esté afectando mucho –me
escribe un amigo desde Alemania.
-Para nada –le respondo -.
Tomé varias decisiones para evitar el estrés.
Muchas personas sostienen que diciembre es el mes más agobiante
del año, con terribles congestiones de
tráfico, colas en los bancos y tiendas, multitudes que pugnan por moverse en los
centros comerciales, a lo cual se suma el creciente calor. Y, naturalmente, las prisas, tensiones,
angustias y frustraciones, son el peor ambiente para que florezca el “espíritu
navideño”.
En realidad, este panorama tiene muy poco que ver con la Navidad
o con el espíritu. O quizás sí, pero con
el espíritu de una nueva fe, llamada consumismo.
Esta religión contemporánea tiene la
habilidad de no oponerse al cristianismo tradicional de manera abierta, sino de
aprovechar sus celebraciones. Eso sí, el
consumismo sus propios centros de peregrinación, cada vez más numerosos, desde
Gamarra hasta los centros comerciales, que se abren por todo el país, como
nuevos santuarios donde los conversos acuden para cumplir sus obligaciones
rituales.
Abrumadoramente, la Navidad va siendo
representada por los símbolos del consumismo: renos, trineos, duendes, gorros
rojos, nieve, todos elementos ajenos al clima veraniego que existe en diciembre
en gran parte del Perú (mientras escribo estas líneas, la Municipalidad de San
Isidro ha instalado tres árboles de Navidad frente a mi casa). Es más, San Nicolás, un obispo que pregonaba
la solidaridad con los necesitados, ha sido deformado para convertirse en Papa
Noel, cuya terrible función es enseñar a los niños a anhelar regalos.
Así, se ha logrado convencer a los
propios cristianos que las ofertas, los regalos y las aglomeraciones son parte
de la Navidad, lográndose que pasen desapercibidos los austeros rituales del
Adviento. Inclusive, la Nochebuena, en
que supuestamente se recuerda el nacimiento de un niño pobre, se ha vuelto un
pretexto para cenar hasta el exceso.
A la religión consumista no le hacen
falta catequistas o misioneros que van de puerta en puerta: sus mejores
predicadores son los medios de comunicación, gracias a los cuales, miles de
pequeños devotos exigen juguetes, marcas, tamaños y colores. Mientras los estresados padres intentan
complacerlos, quizás recuerden cuando ellos eran niños en tiempos austeros, y
se limitaban a esperar ingenuamente alguna sorpresa la mañana del 25. De hecho, los dormitorios
de muchos niños de esta época podrían surtir una juguetería de hace cuarenta
años. Pese a la abundancia, hay niños que
saben hacer sentir culpables a sus padres por no complacerles con cualquier
capricho, por más costoso que sea.
Entretanto, el consumismo no se
limita a pedir limosnas o diezmos, sino consigue extraer a sus feligreses hasta
el dinero que no tienen, a través de las tarjetas de crédito.
Interesado en ahorrar al máximo
costos publicitarios, el consumismo impone un modelo único de familia feliz,
sin preocuparse en los sentimientos de frustración que producen en tantas
familias donde los padres se han separado o algún integrante no puede estar
presente. Y, por supuesto, siempre
presentan familias blancas.
La deformación de la Navidad por el
consumismo no sólo coexiste con la pobreza sino con la explotación: en universidades,
empresas e instituciones públicas, quienes deben colocar los ostentosos adornos
navideños son las personas que reciben los peores sueldos o trabajan para
infames services.
Este también es el tiempo en que
algunos bienintencionados organizan chocolatadas y repartos de juguetes, a
veces obligando a un sufrido individuo a sudar bajo el disfraz de Papá Noel o
que los niños pobres se pongan gorritos rojos, como símbolo del
consumismo. En algunos casos, pareciera que estas
actividades no están pensadas en los beneficiarios, sino en que los
benefactores eviten sentimientos de culpa al celebrar la Nochebuena.
Sé que muchos piensan que todo este consumismo
es el motor de la economía, pero yo no creo que haga mejores o más felices a
las personas, menos aún que contribuya a una sociedad más justa o
equitativa.
Sin embargo, sí creo que hay razones cristianas para ir a un
centro comercial: desde apoyar a los trabajadores de Saga Falabella y Ripley
que luchan contra los abusos de estas empresas hasta tomar fotos de las muñecas
rubias que llenan los anaqueles.
Sé que en estos tiempos, mi ideal de
Navidad es muy difícil de concretar, pues es una Navidad austera, pensando mas
bien cómo pasaron José, María y Jesús la primera Navidad… sin muñecos de nieve o tarjetas de crédito.
En todo caso, desde que decidí abstenerme de compras
navideñas, la paso muy tranquilo en esta época.
Ahora bien, quizás muchos compatriotas, en su vida precaria,
pueden estar más cerca de la primera Navidad.
A veces, pueden estar muy cerca de nosotros: el huachimán en su caseta,
la empleada del hogar en el pequeño cuarto de servicio. Lo que decidamos hacer por ellos, durante
todo el año, nos debería marcar especialmente en esta época.
Etiquetas: centros comerciales, consumismo, Navidad, precariedad, Racismo, Ripley, Saga Falabella
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